Por Rafael Bielsa / Federico Mirre | 06/10/2013 | 00:55
Estados Unidos, Carolina del Norte, Goldsboro (23 de enero de 1961). En medio de la tormenta, un trueno anómalo sacude el suelo: el bombardero estratégico de la Fuerza Aérea norteamericana entra en un tirabuzón y explota. Un mecanismo automático desprende de la panza de la aeronave dos bombas de hidrógeno MK 39. Cada una de ellas es 260 veces más poderosa que la que desintegró la ciudad de Hiroshima en 1945.
El hecho se conoció hace unos días, a raíz de la publicación de un libro escrito por el periodista Eric Schlosser (Command and Control, “Mando y Control”), quien realizó una metódica búsqueda de antecedentes en archivos americanos al amparo de la ley de Libertad de Información. Schlosser detectó que, sólo entre 1950 y 1968, se produjeron 700 accidentes “significativos” que involucraban 1.250 cargas nucleares.
En el episodio de Carolina del Norte, una de las bombas respondió a la acción para la que había sido diseñada: se abrió el paracaídas, se gatillaron los mecanismos de disparo, fallaron tres mecanismos de seguridad sucesivos; y de no ser por una sencilla llave de contacto la bomba hubiese detonado. En ese caso, una lluvia radioactiva de partículas calientes y contaminantes se hubiese abatido sobre Washington, Filadelfia, Baltimore y Nueva York. La otra bomba quedó columpiándose en las ramas de un árbol. Difícil imaginar un escenario más pavoroso en su sucinta sencillez.
Muy curiosamente, al otro día (24 de enero), el presidente Kennedy ordenó suspender todo vuelo de aeronaves norteamericanas sobre el territorio de la Unión Soviética. Se trataba, en este caso, de una respuesta frente a la protesta soviética por el uso repetido de los aviones espías yanquis U-2, entonces tripulados. Pero no deja de ser obligatorio relacionar ambos hechos. Kennedy había jurado su cargo apenas tres días antes y seguramente no quería iniciar su mandato con la divulgación de un cuasi desastre nuclear en su país o con un enfrentamiento nuclear con la URSS.
Hubo otro accidente nuclear, éste imposible de ocultar, el 17 de enero de 1966. Un nuevo B-52 impactó al avión tanque Boeing KC-135 y cayeron dos bombas nucleares sobre la zona de Palomares, España. Los explosivos convencionales detonaron, los nucleares no, pero se produjo una seria dispersión de plutonio y uranio y se sabe que hubo que enviar a Estados Unidos –por exigencia española– miles de toneladas de tierra contaminada para su “tratamiento”.
Entre los recuerdos de infancia siempre hay alguno que se compone de tres o cuatro imágenes en ambientación y secuencia inalterables. Quienes caminaban por el barrio de Belgrano en una mañana de enero de 1957, recordarán que el cielo, para el lado del Aeroparque, se iba colmando de un zumbido inaudito que crecía. De pronto, en diagonal y con las inmensas alas inclinadas hacia tierra, pasaron sobre la estación del Mitre tres portentosos B-52, para luego retomar altura, perforar las nubes bajas y desaparecer, dejando al espectador afligido, entre calles empedradas, tranvías y patios con limoneros.
Desde una de las naves, el general Curtis Le May enviaba un saludo a la Argentina y a su Fuerza Aérea, que celebraba por aquellos días la Semana de la Aeronáutica con una exhibición en Aeroparque. Los B-52 nunca aterrizaron en Buenos Aires. El general Le May hizo prevalecer su concepción de mantener en el aire, 24 horas sobre 24 –con reabastecimiento de los bombarderos en vuelo–, una dotación de bombarderos estratégicos, armados con bombas nucleares. Esta concepción estratégica fue abandonada en enero de 1968 cuando otro B-52 que llevaba cuatro bombas nucleares, se estrelló en Groenlandia. Aunque no detonó ningún artefacto, el episodio puso fin al Programa de Alerta Temprana en Vuelo, diseñado y dirigido por el legendario Le May, quien todavía no había pronunciado su canto de cisne: “El pueblo de Estados Unidos le teme a una guerra nuclear con la Unión Soviética; yo no” (1968).
Stanley Kubrick tuvo que convencer a muchos patrocinadores de que su proyecto de película, basado en la novela Alerta Roja (Peter George) no sería un fracaso de taquilla. Al llevar el texto desde un alegato antinuclear dramático hasta una comedia desbordante de sarcasmos, el gran director logró simultáneamente colocar el tema en la opinión pública y dirigir una gran obra. Inolvidable es aquella escena en la que el comandante tejano del bombardero B-52, imposibilitado técnicamente de lanzar sobre la URSS la bomba atómica que estaba estibada en la bodega, decide operar a mano el mecanismo de apertura de sus puertas y, con sombrero típico calzado hasta las orejas, montarse sobre la bomba y lanzarse al vacío. La película Dr. Strangelove (“Doctor Insólito”) se filmó en el contexto del “delicado equilibrio de terror”, propio de la Guerra Fría.
Hoy –según publicaciones especializadas– hay unos noventa bombarderos estratégicos B-52 (notablemente modernizados) en operaciones. A estos se suman los novísimos B-2 y las múltiples variables de aparatos no tripulados (drones en inglés). No se conoce cuántos de ellos acarrean cargas nucleares ni en qué bases están desplegados. Esta referencia, unida a la ausencia de información confiable sobre el desmantelamiento de algunas instalaciones nucleares en Rusia y la ausencia casi total de datos sobre la capacidad núcleo-militar de Israel, se vincula con la necesidad de plantear las normas y las discusiones relativas al desarme nuclear desde una perspectiva algo más equilibrada y realista sobre actores (Estados) responsables y espectadores (también Estados) pasivos.
Porque la pregunta cándida y directa a formular es: si ya no hay enemigo al que atacar o del que defenderse, ¿contra quién está dirigida toda esa panoplia terrorífica? (Los autores no se cuentan en el bando de Le May).
Es posible que en Irán haya quienes piensen que sólo el arma nuclear puede asegurar la supervivencia de Persia. Lo que llama la atención es por qué Israel se empecina en disimular su robusto poderío militar nuclear, cuando precisamente detallarlo podría ser la base de un entendimiento inicial con su adversario. Negociar con Irán las bases de un pacto de no agresión por parte de Israel, junto con un compromiso de limitación de su capacidad nuclear, unida a una declaración de Irán y sus Estados garantes de no desarrollar armas nucleares, siempre y cuando Israel cumpla con sus obligaciones, puede constituirse en una hoja de ruta viable.
La oportunidad de estas menciones retrospectivas está motivada por el debate que sobre la eliminación del arsenal químico existente en Siria se ha abierto en muchas columnas editoriales y que alude a la complejidad, el costo y la duración de las operaciones para eliminar los arsenales químicos de las potencias que ya firmaron el tratado respectivo.
Algunos datos: Estados Unidos terminará de eliminar sus armas químicas en 2023 a un costo estimado de 40 mil millones de dólares. Rusia planea concluir con su stock unos ocho años antes.
Ciento ochenta y nueve son los Estados que firmaron la Convención sobre Armas Químicas y siete los que no: Siria, Egipto, Israel, Corea del Norte, Angola, Birmania y Sudán del Sur. Nuevamente surge la excepción israelí, esta vez acompañada de la egipcia, que quizá la explica, aunque nada justifica ni a una ni a otra.
Pero la evocación, disparada por la publicación del libro de Schlosser, está también unida a la necesaria mención de la sensata posición de Argentina y Brasil en materia de armamento y desarrollo nuclear, así como a la necesidad de recordar que Gran Bretaña, otra vez tozuda, se niega a dar curso al reclamo argentino de información oficial sobre la existencia de elementos nucleares en los buques de la marina real hundidos durante la guerra de Malvinas.
Es éste un tema no resuelto y potencialmente peligroso que merecería ser mencionado y desplegado con frecuencia igualmente tozuda. Y tanto por nosotros como por Uruguay y Brasil, potenciales afectados por contaminaciones radiactivas. Sin olvidar que, no mediando Kubrick, la sátira artística se convierte de inmediato en tragedia severa y cruel.
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