"¿Cómo hago para seguir? Sigo porque amo la vida: morir es mucho más fácil que vivir", afirma Sara Rus, de 86 años, sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau y Madre de Plaza de Mayo tras la desaparición de su hijo en la dictadura argentina.
Rus intenta mantenerse firme, sin llorar, durante una entrevista con la AFP al relatar sus dos tragedias, la de la ocupación nazi en su Polonia natal y el secuestro de su hijo Daniel en 1977 durante el régimen militar (1976-83).
Su meta, subraya, es "no callar como lo hicieron otros sobrevivientes para no sufrir: así se pierde la memoria y no les dejemos nada a los jóvenes para evitar que la historia se repita".
A los 13 años era una adolescente inquieta que tomaba sus primeras clases de violín, pero su vida cambió para siempre en 1939 cuando agentes nazis irrumpieron en el departamento donde vivía junto a sus padres en la ciudad de Lodz, que se convertiría en uno de los guetos más grandes de Polonia.
"Cuando los alemanes entraron a mi casa, vieron un violín sobre la mesa y el jefe del grupo preguntó: '¿Quién toca el violín acá?' Mi madre, orgullosa, le respondió en alemán: 'Mi hija'. '¿Te gusta tocar violín?', me preguntó, e inmediatamente lo destrozó a golpes sobre la mesa", relata al evocar esa imagen como la primera de muchas humillaciones que sobrevendrían.
Desde entonces su vida fue un calvario, entre separaciones forzosas de su madre, la muerte de su padre, el trabajo esclavo en una fábrica, el trato infrahumano, el traslado a Auschwitz-Birkenau en 1944 y la desaparición de su hijo en 1977, un interminable sufrimiento que volcó en su libro "Sobrevivir dos veces".
"Estaba muy contenta de que mi madre haya quedado embarazada en 1940, porque siempre le pedía un hermanito, pero el niño, débil, murió a los tres meses", explica Sara, que ya no puede retener el llanto al contar que su madre tuvo luego a otro niño que fue asesinado por los nazis al nacer en el gueto.
Aún en ese infierno quedaba espacio para el amor y a Sara, que de soltera se apellidaba Laskier, le llegó el día en que su padre llevó a casa a un muchacho llamado Bernardo Rus con el que había sostenido "una agradable conversación" en la calle.
Al poco tiempo, Bernardo llevaba clandestinamente a Sara y su familia "retazos de cuero de la curtiembre donde trabajaba para que hiciéramos tortillas, casi nuestro único alimento", contó la mujer.
"Un día le comenté que tenía un tío en Argentina y él me dijo que sabía mucho de ese país. Entonces me anotó en una libreta, que siempre llevé conmigo, que si sobrevivíamos nos encontraríamos el 5 del 5 del 45 en el Kavanagh", un emblemático edificio de Buenos Aires. "Increíblemente, ese fue el día que nos liberaron a mí y mi madre del campo de concentración de Auschwitz", señala sobre la rendición del Tercer Reich.
Al concluir la guerra y mientras se iba reponiendo como podía, Sara, que pesaba 26 kilos, tuvo noticias de que Bernardo estaba vivo. Ambos se reencontraron en Polonia, adonde ella regresó con su madre tras realizar un periplo por Austria y Alemania.
En 1948 Sara y Bernardo viajaron a Paraguay para llegar luego a Argentina, pero la pareja vivió una nueva odisea porque el entonces gobierno de Juan Perón no permitía la radicación de judíos emigrados tras la Segunda Guerra.
Tras cruzar clandestinamente en bote desde Paraguay hasta Clorinda, en el noreste argentino, fueron alojados en una sinagoga junto a un centenar de emigrados donde los alertaron de que podrían devolverlos al vecino país porque "en Argentina no aceptaban judíos".
"Entonces Bernardo le envió una carta en polaco a Evita (la carismática esposa de Perón) relatándole nuestra historia. Se ve que se la tradujeron bien porque al poco tiempo nos llegaron los permisos para radicarnos en Argentina", recuerda la mujer.
Ya afincados en Argentina, su mayor deseo era tener un hijo pese a que los médicos en Alemania le auguraron que no podría quedar embarazada porque durante su cautiverio en Auschwitz había sufrido un grave accidente en el aparato genital mientras trabajaba esclavizada en una fábrica de aviones.
Pero, tras mucho insistir, un médico argentino le dio esperanzas señalando que podría tener un bebé cuando recuperara peso y su estado de salud mejorara. Y así fue.
"En 1950 nació Daniel. Ese chico fue una bendición. Desde niño dijo que sería físico atómico. En 1976 entró a trabajar a la Comisión Nacional de Energía Atómica (estatal) y el 15 de julio de 1977 fue secuestrado junto a varios compañeros. Nunca más supe de él", dice Sara sollozando mientras observa una foto de su hijo sonriente apoyada en un mueble de su departamento al norte de Buenos Aires.
Ese día comenzó el otro vía crucis de Sara, que la llevó a hacer incesantes periplos por ministerios, sin respuesta alguna sobre Daniel, hasta que se unió a las Madres y en pleno apogeo de la dictadura comenzó a participar de sus rondas en la Plaza de Mayo frente a la Casa de Gobierno.
"Había mujeres que no tenían fuerza ni para caminar; se abandonaron. Yo me sentía fuerte, pero era una fuerza para ayudar a otras personas", dice Sara mientras muestra los reconocimientos que ha recibido, como el Premio Azucena Villaflor que le otorgó la presidenta Cristina Kirchner.
Su marido Bernardo ya no soportaba la angustia de no ver a su hijo y cuando retornó la democracia, en diciembre de 1983, "se dio seis meses de vida porque, dijo, 'si no aparece mi hijo, para mí la vida no vale nada'".
"A los seis meses Bernardo falleció de un tumor en un pulmón", recuerda con tristeza, pero enseguida se repone cuando relata que ahora lleva una vida activa entre las charlas que da a estudiantes y las visitas de su hija Natalia y sus "dos nietas hermosas".
"Nuestra lucha es para que no desaparezca la memoria", afirma al comentar sus frecuentes encuentros con los jóvenes, como el de la última semana en el Parque de la Memoria, en la costa del Río de la Plata, donde junto a otras Madres arrojó flores en homenaje a sus hijos desaparecidos.
"¿Qué más quieres que te cuente?", pregunta mientras el sol cae a pleno sobre un cuadro colgado en la sala de su departamento con motivos de tulipanes, su flor favorita.
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