Hace un instante –que es como decir, hace ya tiempo—un sobreviviente del Holocausto se dirigió a los asistentes a la conmemoración del 70 aniversario de la liberación de Auschwitz y compartió que a menudo se le pregunta cuánto tiempo estuvo preso en el campo de exterminio. El hombre cuya cabellera blanca parecía eco de la nieve, confesó que en realidad no sabe cómo responder a esa pregunta porque para él, para miles, un minuto en Auschwitz duraba una hora, una hora parecía un mes, cada mes el ciclo entero de una vida… la eternidad en un instante. Es responsabilidad de todo ser que siga vivo honrar a quienes han muerto, y , más aún, a quienes perecen en la descabellada locura de cualquier tipo de asesinato. Son eternidades que llevamos en la conciencia quienes a menudo no sabemos valorar el imperio del momento, la fugaz sonrisa de un niño o los años que puede durar un beso en los labios. ¿Quién sabe de verdad cuántas eternidades somos capaces de llevar tatuadas en la piel?
El sábado 27 de enero de 1945, a las cinco en punto de la mañana, Yakov Vincenko, soldado del Ejército Rojo, abrió las puertas erguidas bajo el letrero Arbeit macht frei, sin saber aún que entraba al Infierno. Tenía 19 años de edad, pertenecía a la 322 División de Infantería, frente ucraniano, del ejército ruso y había sido herido en combate, durante la batalla de Kursk veinte meses antes. Sin pensarlo, Yakov Vincenko y cada uno de los soldados que llegaron esa madrugada a liberar el campo de concentración de Auschwitz, encarnarían la mirada más dolorosa de la humanidad y serían testigos del horror inclasificable y la infamia execrable con los que amaneció el mundo hace exactamente setenta años.
Desde la noche anterior, y desde kilómetros de distancia, los soldados rusos percibían el olor a carne quemada, pero al cruzar las puertas de ese infierno llamado Auschwitz recorrieron el mural viviente del Mal: bidones rebosantes de huesos y cenizas, galpones poblados por excremento donde se confundían cadáveres con famélicos náufragos, muertos vivientes y cientos de ojos desorbitados, con sus retinas dilatadas, reflejando una misma y espeluznante incredulidad. No lo podían creer los soldados que avanzaban paso a paso en silencio, y no lo creían los sobrevivientes que milagrosamente seguían vivos entre las ruinas de una de las muchas fábricas criminales de exterminio e infamia instaladas por el nazismo alemán y avaladas por un sinfín de nombres que procuraron su funcionamiento infernal e imperdonable.
Los primeros soldados en recorrer aquella madrugada de muerte y desolación no sabían la magnitud o trascendencia de su recorrido. Solamente los altos mandos de las tropas de Stalin, instalados en Cracovia, sabían que Auschwitz-Birkenau era uno de los mayores campos de concentración y máquina industrial de exterminio humano de la oprobiosa Solución Final al problema judío inventada por Hitler y sus ángeles de la muerte.
Dije mal, porque sí hubo un soldado ruso –a la sazón más escritor que reportero—cuya trascendencia y reconocimiento literario le llegó muchas décadas después, ya muerto y convencido de su olvido. Hablo de Vasili Grossman que marchaba entre las tropas como un Bernal Díaz del Castillo, soldado y cronista, obnubilado por el asombro ante el horror, pero con la pluma en ristre y la mente lo suficientemente azorada como para ponderar que “el espíritu de economía, la exactitud, el cálculo, la pulcritud pedantesca son todos ellos rasgos plausibles que poseen muchos alemanes. Aplicados a la agricultura o a la industria, dan sus frutos. El hitlerismo aplicó estos rasgos al crimen contra la humanidad y la SS del Reich procedieron en el campo de concentración polaco exactamente como si se tratara del cultivo de coliflores o de patatas”. Peor aún, Auschwitz era una minuciosa fábrica de muertos, cuya relojería precisa medía el tiempo en números sin nombre, sumas y restas exactas y la eternidad se esfumaba como pequeños arroces del veneno con el que rociaban los cuerpos inocentes.
Debo al embajador de México en Polonia Ricardo Villanueva el doloroso honor de haber visitado Auschwitz hace dos años, que es como decir hoy mismo. Me acompaña el agregado cultural (aunque su título diga otra cosa) Diego Dewar y una guía polaca que ya es mi amiga para siempre llamada Bozena (cuyo apellido me ahorro por la complicación de sus consonantes): los tres recorrimos los campos de barracas alineadas, el infinito silencio, bajo el Sol que parecía inútil a diez grados bajo cero. Los tres solo supimos guardar silencio. Incluso, Bozena que narraba todo lo que sabe de ese campo de la muerte, parecía ir murmurando sin hablar: las vías del tren oprobioso apenas visibles entre la nieve, el lugar exacto donde el Dr. Mengele decidía la inmediatez de la eternidad para quienes separaba en ese instante hacia el camino de los crematorios, mientras a otros muchos se les concedía el respiro de alargar sus días en el infierno. Allí están los lugares donde los oficiales alemanes tomaban el té por las tardes y brindaban con vino espumoso del Rin por las noches, el jardincito bardeado donde sus hijos ni se enteraban de dónde venía el hedor a carne quemada… y la horca, a pocos metros de uno de los crematorios donde finalmente colgó del pescuezo el inefable Rudolf Höss, Kommandant de Auschwitz.
No pasa de un mes, es decir, hace casi setenta años, Heinrich Himmler dio la orden desde los primeros días de enero de destruir los hornos crematorios, quemar las barracas y eliminar toda prueba del genocidio que manchaba sus manos; una semana antes, los soviéticos supieron que 80,000 prisioneros habían sido obligados a abandonar en fila los campos de Auschwitz-Birkenau y, un día antes de que estallara el horno crematorio de Birkenau, el comandante Malenko y sus tropas lograron desarmar los explosivos que pretendían borrar de la memoria las hondas fosas comunes cubiertas y recubiertas de cadáveres, los barracones del hambre extrema y las cámaras de gas.
Hace setenta años, Yakov Vincenko, Vasili Grossman y todos nosotros no sabíamos que en Auschwitz se erguía no solamente la tumba del pueblo judío, sino como lo ha escrito Elie Wiesel, la muerte del hombre y de la civilización. No sabemos, o ahora sabemos, de Treblinka, Chelmo, Sobibor, Majdanek, Belzek, el gueto de Varsovia y la noche de los cristales, pero como recuerda Yakov Vincenko “más allá de la verja, un grupo de ancianos menudos, que eran niños, nos sonreía”. Creemos recordar o fingimos olvidar que Hitler, su régimen y seguidores provocaron la muerte –no en batalla y lides de guerra, sino en la tortura sistematizada de los campos de exterminio—de seis millones de judíos, tres millones de prisioneros soviéticos, tres millones de católicos polacos, setecientos mil serbios, doscientos cincuenta mil gitanos, ochenta mil alemanes ajenos a su política, setenta mil alemanes disminuidos física o mentalmente que tampoco cumplían con su cuadrícula diabólica de perfección y 2500 testigos de Jehová. Pero lo que nunca debemos olvidar ni fingir olvidar, ni intentar obviar y peor aún minimizar, es que más allá de la verja de nuestra engreída soberbia y múltiples ocupaciones, por encima de nuestra propia vergüenza, nos sonríe “un grupo de ancianos menudos, que eran niños”. Hablo de nuestros padres y abuelos a quienes les consta que el Holocausto no es simple escenografía cinematográfica y hablo de nuestros hijos que no merecen heredar un futuro donde vuelvan a verbalizarse consignas de muerte e infamia. Hablo de Yakov Vincenko que, a los setenta y nueve años de edad, caminó nuevamente por los barracones de Auschwitz, entre los fantasmas que ayudó a liberar y la bruma de su propia memoria. Dice el soldado ruso que “el día que estuve en Auschwitz se convirtió en un día crucial de mi vida solo cuando el mundo elaboró una conciencia de la verdad y de la vergüenza. Ni siquiera nosotros, que habíamos visto, queríamos creerlo. He esperado años para lograr olvidar, después comprendí que sería comportarse como un culpable, convertirse en cómplice. Y, por lo tanto, recuerdo. No he logrado comprender cómo haya podido suceder, pero a quien niega el Holocausto le digo: creedme, que cuando estaba allí trataba de convencerme de que no era verdad”.
Para combatir la mentira es responsabilidad de lector buscar verdades y ayuda en el empeño la recién traducción y primera edición de El infierno de Treblinka de Vasili Grossman (Galaxia Gutenberg, 2014) y Hans and Rudolf. The True Story of the German Jew Who Tracked Down and Caught the Kommandant of Auschwitz de Thomas Harding (Simon & Schuster, 2013) entre muchos otros libros, testimonios, películas y sobremesas mientras la eternidad permita que sigan con vida todos aquellos que fueron muertos en vida. Pero advierto que hemos de prepararnos para el día de mañana –que es hoy mismo—cuando no falte la voz irracional, el práctico ocasional, la mente dizque positiva que intente amainar todo dolor como estorbo y afirme que el Holocausto (y todo asesinato para tal caso) pasan a ser cómodos inquilinos del olvido, datos en una cruel estadística que los poderosos e imbéciles de siempre prefieren obviar. A la pasada conmemoración de los sesenta años –es decir, ayer—de liberación de Auschwitz asistieron alrededor de 1500 sobrevivientes del horror; hasta hoy, quedan alrededor de mil personas que vieron son sus propios ojos lo que quizá solo se percibe en silencio.
Setenta años después nuestra mirada contempla los miles de ojos desorbitados, enfundados en andrajos a rayas, que apenas lograban sonreír ante lo que parecía el amanecer de la noche más larga y oscura. Setenta años después incontables libros, películas, testimonios y lugares concretos contribuyen a recordarnos la existencia del Mal, el horror inmenso del que somos capaces, el dolor sin nombre y la historia universal de la infamia. Setenta años después se confirma que no alcanzará jamás la tinta ni las palabras para denostar el horror inexpugnable que ensombreció a la humanidad desde y dentro de los campos de exterminio nazi. Por encima del presente y sus tribulaciones, está la memoria viva: hoy, por encima de la verja en Auschwitz, un grupo de ancianos menudos, que parecen niños, intentan sonreír
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