La versión 'obamiana' de la 'guerra contra el terrorismo' se está encontrando con problemas crecientes. Enumeremos los más importantes: eficacia menor de lo esperado de los ataques aéreos y navales, resistencia notable de los yihadistas y capacidad táctica para ponerse a salvo, renuencia de algunos aliados a implicarse en el combate, rumores de desavenencias en las esfera militar sobre las decisiones de la Casa Blanca, apoyo demasiado crítico de la oposición, aparición de otros focos de conflictos generados por la propia decisión de intervenir militarmente. Ninguno de estos problemas es de orden menor.
UNA RESISTENCIA INESPERADA
Después de un mes de sesenta días de bombardeos, no domina la impresión de que el 'enemigo' es más débil y la amenaza más lejana. El EI no sólo mantiene la mayor parte de sus ganancias territoriales (exceptuando la presa próxima a Mosul y el repliegue en el Monte Sinjar, en todo caso, retrocesos menores), sino que se atreve a estrechar el cerco sobre otros objetivos de cierta trascendencia: la ciudad de Kobane, en el Kurdistán sirio, y la provincia iraquí de Anbar, de mayoría sunní.
Los combatientes islámicos han sido muy inteligentes en la obligada protección frente a tal lluvia de fuego. Por supuesto, han perdido hombres (no hay cifras fiables), material (camiones, apoyos logísticos) bienes (refinerías de petróleo seriamente dañadas, cuarteles y centros de mando) y capacidad militar (carros de combate, blindados, piezas de artillería, armas ligeras, cuarteles, etc.).
¿'MATAR MOSQUITOS A CAÑONAZOS'?
Estos días, algunos medios han ofrecido un ángulo curioso del balance de la operación: el coste económico. El Pentágono asegura que se ha gastado más de mil millones de dólares en combatir al EI desde el pasado mes de junio. Una inversión considerable para unos resultados más bien modestos. El ataque más barato (un avión lanzando una única carga) cuesta no menos de 50.000 dólares. Una hora en vuelo de los principales aviones que bombardean las posiciones islamistas no sale por menos de 10.000 dólares (hasta 20.000, en el caso de los más sofisticados), y eso sin contar las bombas o explosivos empleados. Para destruir carros de combate que tienen un valor de 6 millones de dólares o vehículos blindados de apenas 200.000 dólares, el Pentágono está empleando aviones que cuestan en torno a 200 millones dólares cada uno; o, en la más barata de las opciones, un misil Tomahawk, valorado en un millón de dólares (1).Para añadir más salsa a estas cifras, la mayor parte de las armas yihadistas son de fabricación estadounidense y fueron vendidas o entregadas por Washington a Irak para elevar la capacidad de combate de sus fuerzas armadas.
LA RENUENCIA TURCA
A estas llamativas consideraciones (por lo demás aplicables a otras operaciones militares norteamericanas de los últimos veinte años), se añaden otros elementos más inquietantes. Uno de los más graves es la difícil negociación con Turquía para que impida la toma yihadista de Kobane, en el Kurdistán sirio, a sólo unos kilómetros de su frontera sur.
El actual gobierno turco se enfrenta a un dilema de muy difícil resolución. No desea el avance del EI, y menos en sus propias fronteras. Pero teme tanto o más que una intervención militar termine reforzando a los militantes kurdos que son fuertes en esa zona y están aliados al PKK, el partido independentista kurdo de Turquía. Aunque esta formación dice haber renunciado a la separación de Turquía, tras los duros golpes sufridos en los años noventa y las negociaciones con Ankara durante los primeros años de Erdogan, lo cierto es que los dirigentes turcos siguen albergando una enorme desconfianza hacia las intenciones kurdas.
El primer ministro turco no comparte la estrategia norteamericana de centrarse en la aniquilación del Estado Islámico, aún a costa de prolongar la vida del actual régimen sirio, aunque ese no sea el objetivo. Erdogan pide a los norteamericanos que equilibre sus esfuerzos militares, pero Obama ya ha dejado claro que no es su intención comprometerse en una operación militar que, de forma directa y precisa, contribuya a debilitar al patrón de Damasco. En esto coincide con el sentimiento de una buena parte de la oposición armada siria, que se declara decepcionada porque Obama, ahora que decide implicarse en la guerra de su país, no lo haga en la forma y con los objetivos que ellos han venido solicitando desde hace tres años.
Turquía plantea crear una especie de "zona tampón" en el norte de Siria, donde los combatientes de la oposición se reorganicen y disfruten de una zona segura para relanzar su ofensiva contra el régimen. El Secretario de Estado Kerry se permitió mostrarse interesado por la idea, pero el Pentágono la recibió enseguida con frialdad y la Casa Blanca ha optado por descartarla. Para crear esa "zona tampón", Estados Unidos debería establecer un área de exclusión aérea sobre el territorio, para impedir la actividad militar siria. En definitiva, una diversión del objetivo declarado de eliminar la "amenaza yihadista".
Este malestar del gobierno turco por la negativa norteamericana a aceptar sus prioridades ha motivado la pasividad ante el cerco islamista de Kobane. Los kurdos del otro lado de la frontera y de otras regiones de Turquía donde constituyen un importante porcentaje de la población han protagonizado fuertes protestas, que el gobierno se ha visto obligado a reprimir con una violencia que hacía años que no se veía en el Kurdistán turco. Como dice un profesor turco residente en Estados Unidos, la política de Erdogan pone en peligro los logros obtenidos en la primera parte de su mandato sobre la cuestión kurda (2).
Otros observadores más desconfiados creen que Erdogan no está en el fondo demasiado interesado en la destrucción del EI (después de todo, sunníes, por extremistas que sean), si ello refuerza la supervivencia del régimen sirio (alauí, aliados de los chiíes). Las pretensiones de un cierto liderazgo en la zona podrían orientar las decisiones del presidente turco. Pero es evidente que la perspectiva de un reforzamiento regional de los kurdos alarma no sólo a Erdogan y su partido islamo-conservador, sino a la mayoría de la élite turca.
Washington no ha contribuido a tranquilizar al aliado turco con sus contactos discretos con militantes kurdos sirios aliados del PKK, desde hace al menos dos años, como parte de sus esfuerzos por integrar a la oposición contra Assad, a pesar de que ese grupo se encontraba en la lista norteamericana de organizaciones terroristas. En ciertos sectores de la cúspide del poder turco se tiene la impresión de que la Casa Blanca ha hecho distinciones inquietantes entre "terroristas útiles" y "terroristas a destruir" que resultan del todo inaceptables.
(1) Estos datos están recogidos en un artículo de JUSTINE DRENNAN para FOREIGN POLICY, del 8 de Octubre de 2014.
(2) "Turkey's dangereous Bet on Syria". SINAN ULGEN. THE NEW YORK TIMES, 9 de Octubre de 2014.
http://www.nuevatribuna.es/
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