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Por Emilio Palacio
Yo sostengo que la primera guerra fría (1947-1989) la ganó el bando que más errores cometió.
Durante esos 40 años, Estados Unidos y sus aliados hicieron todo lo que estuvo a su alcance para perder la confrontación con el comunismo: Apoyaron dictaduras monstruosas como las de España, Chile o Argentina; se embarcaron en guerras absurdas como la de Vietnam; le dieron vuelo a cualquier loco que se proclamase anticomunista, como el senador Joseph McCarthy; y mostraron un exagerado desprecio por países pequeños como Grecia, República Dominicana o el Congo.
Aun así, las democracias occidentales triunfaron en la primera guerra fría porque tenían razón; porque a pesar de sus métodos equivocados, intentaban preservar la democracia y las libertades; y porque el totalitarismo -en Moscú, Pekín o La Habana- es un sistema monstruoso, pero también es un sistema absurdo, condenado a derrumbarse, tarde o temprano, por sus propios errores.
Luego vino un período de exagerado optimismo. Como el totalitarismo había perdido la primera Guerra Fría, se creyó que las democracias se extenderían irresistibles a partir de ese momento. Craso error. El totalitarismo sobrevivió, precisamente porque nunca se lo combatió como había que combatirlo. El Gobierno chino masacró a los estudiantes en la Plaza Tiananmen. Rusia eligió como presidente a un exagente de la KGB que lleva 13 años en el poder. Los Castro parieron a Chávez, Correa, Ortega y Morales en el mismísimo “patio trasero” de Estados Unidos.
Todo esto se lo hizo casi en voz baja, tratando de no llamar mucho la atención, presentando estos experimentos como “nuevas formas” de democracia, inocuas, no dañinas. Era el homenaje que el derrotado, el totalitarismo, le rendía a las vencedoras, las democracias.
El totalitarismo, sin embargo, no puede coexistir pacíficamente con las democracias. Mejor dicho, puede hacerlo, pero sólo por breves períodos. En el largo plazo, debe destruirlas, porque las democracias tienen una virtud o un defecto, sirven de ejemplo, se contagian. Así que, para sobrevivir, al totalitarismo sólo le queda un camino: entablar el más encarnizado combate político contra su enemigo, del cual resultará, al final, un solo vencedor.
Fue así como se inició la segunda Guerra Fría. La prensa de hoy está llena de titulares sobre sus incidentes: Edward Snowden, los ciberataques chinos, las armas cubanas en el barco norcoreano, las nuevas bravatas de Nicolás Maduro ante la Casa Blanca.
Sería gravísimo si, en este nuevo contexto, Estados Unidos y las democracias occidentales cometiesen los mismos errores del pasado. Uno puede observar a cada instante que eso es, precisamente, lo que Barack Obama quiere evitar, y por eso no se apresura, recurre al diálogo cuando puede, e intenta ganar tiempo.
Pero sería muchísimo más grave, si nos negásemos a reconocer de una vez por todas que el viejo conflicto entre totalitarismo y democracias se ha instalado de nuevo, y nos exige una postura resuelta. Podemos dialogar con Castro, con Putin, con Chávez o con Correa, en secreto o en público, una vez, dos y hasta tres, si fuese conveniente por alguna razón táctica. Pero serán recursos momentáneos, de corto alcance. A la larga, la nueva Guerra Fría, como la primera, sólo podrá concluir con un ganador. No hay empate ni negociación posible a la vista.
El autor es periodista ecuatoriano.
epalacio36@gmail.com
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