Cada 9 de mayo en Tiráspol, la calle 25 de Octubre se llena de cientos de personas
Reuters
El camino de Chisinau a Tiráspol deja atrás carreteras en mal estado flanqueadas por viñedos y campos de lavanda. Llegar a Transnistria es adentrarse en otra dimensión. Los apenas 75 kilómetros que la separan de la capital moldava transportan al viajero más de dos décadas atrás. Delimitada por las aguas del Dniéster, río que ha marcado históricamente la frontera entre eslavos y latinos en la región, Transnistria es un estrecho territorio atrincherado entre Moldavia y Ucrania. Esta región no empezó a funcionar como un Estado de facto -con moneda, ejército y Gobierno propios- hasta después de la guerra de 1992 contra Moldavia. Durante este conflicto, el bando transnistrio fue asistido por el 14º Ejército ruso, por tropas de voluntarios ucranianos y por cosacos del Don. El enfrentamiento concluyó con la firma de un acuerdo entre Moscú y Chisinau por el cual se establecía una zona de seguridad integrada por fuerzas rusas, moldavas y transnistrias que sigue en funcionamiento. Mientras el resto de Moldavia sueña con acercarse a la Unión Europea, esta autoproclamada república sigue profesando un fervor soviético.
Los conflictos congelados los sufren aquellos territorios que, sin estar en guerra, no disfrutan de una paz completa. Subdesarrollada y con cerca de medio millón de personas -en su mayoría rusoparlantes- sumergidas en un impasse glacial, la República Moldava del Pridnestrovie es, a los ojos de la comunidad internacional, parte de Moldavia, el país más desconocido y pobre de Europa. Comúnmente conocida como Transnistria, declaró su independencia en 1990, un año antes de que lo hiciera Moldavia, aunque a día de hoy, ni siquiera Moscú -su principal aliado político y sostén financiero- reconoce autogobierno a diferencia de Abjasia, Osetia del Sur y Crimea.
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De lunes a viernes, decenas de trolebuses proporcionados por Moscú trasladan a cientos de ciudadanos de Tiráspol a sus lugares de trabajo desde primera hora de la mañana. Entre sus asientos, es difícil encontrar a alguien que no trabaje en alguna de las empresas del conglomerado Sheriff. La compañía, mantiene un férreo monopolio diversificado en los principales sectores desde los cigarrillos, estaciones de servicio, alcohol o telefonía, hasta los supermercados. “El actual status quo es rentable de alguna manera para ambas partes del conflicto, es la razón por la que no tengamos avances en las negociaciones. Sheriff se ha atrincherado en Transnistria, no tolera la competencia”, señala Anton Portugalov, tiene 25 años y profesor de inglés en la Universidad de Transnistria. Anton es el ejemplo de una juventud falta de oportunidades y de identidad. Transnistria tiene todos los problemas identitarios posibles. En menos de 4.500 km2 conviven moldavos, mayoría étnica en la zona; rusos y ucranianos, que juntos forman el grupo lingüístico más grande. También hay pequeñas comunidades de búlgaros de Besarabia y gagaúzos. Entre todo este crisol cultural, algunos ciudadanos quieren regresar a ser parte de Moldavia con algún tipo de acuerdo de autonomía; otros, delegar el poder en Chisinau y, a su vez, en Rumanía; y otros, integrarse en la Federación Rusa. “Ser transnistria está conectado con ese estado de ánimo en el que habitan dos sentimientos al mismo tiempo. Aquí todos somos una mezcla de nacionalidades”, señala Inna Zheleznyak, que vive y estudia en Odesa, Ucrania.
Son muchos los jóvenes que, al igual que Inna, se ven forzados a dejar atrás esta quimera enclaustrada en otra época. Sin embargo, la mayoría de ellos quieren volver.
En este conflicto, Rusia posee un arma formidable que utiliza también con Ucrania y Bielorrusia: el gas. En Transnistria, una familia paga cuatro veces menos por el gas que en el resto de Moldavia, cuando la importación viene de la misma empresa: Moldovagaz-Gazprom, 50% propiedad de Rusia, 35% de Chisinau y 15% de Tiraspol. Es por ello que las relaciones con Moscú son una prioridad para la autoproclamada república. El encargado de ellas forma parte de uno de los cuerpos diplomáticos más reducidos del mundo; oficialmente -además de con Rusia- sólo tiene relaciones bilaterales con otros tres estados de escaso reconocimiento: Abjasia, Osetia del Sur y Nagorno Karabaj. Vitaly Ignatiev es el ministro de Relaciones Exteriores de la República Moldava de Pridnestrovie. El ministro es la cara visible del diálogo que Transnistria mantiene con Moldavia, Ucrania, Rusia, la OSCE, Estados Unidos y la Unión Europea (el llamado 5+2). Ignatiev admite que la economía es un factor clave para continuar con sus aspiraciones secesionista. El Kremlin reconoce enviar 20€ a los pensionistas como parte de una “ayuda humanitaria”, aunque varios expertos coinciden en que alrededor del 75% del presupuesto de la autoproclamada república proviene de Moscú. “Las relaciones con Moscú siguen siendo nuestra prioridad para posteriormente pasar a formar parte de la Federación Rusa”, aclara.
La neurosis del Kremlin en la autoproclamada república tiene como principal actor a Rumanía y su capacidad para influir en Moldavia y la posible entrada de ésta en la Unión Europea. “Mantenemos relaciones diplomáticas con líderes políticos moldavos, pero todas ellas se centran en el nivel comercial. En lo político seguimos estancados” señala el titular de Exteriores. “Sabemos que tenemos el apoyo de los diferentes líderes rusos, el presidente Putin dice que cada pueblo tiene el derecho de elegir su propio destino y es precisamente lo que nosotros queremos. No podríamos mantener la seguridad de nuestra gente, de nuestro Estado y nuestras fuerzas armadas, sin el apoyo de Rusia”, concluye. La oficina de Ignatiev se encuentra a pocos minutos del Parlamento, custodiado por una suntuosa estatua de Lenin, y próxima a la avenida principal de Tiráspol, donde, un día antes, había presidido junto con el presidente transnistrio, Vadim Krasnoselsky, el desfile del Día de la Victoria. Esta celebración, ovacionada por igual en gran parte de la geografía postsoviética, conmemora el triunfo de la URSS y los Aliados sobre la Alemania nazi en 1945.
El empeño de evitar la ampliación de la OTAN, cada vez más cerca de sus fronteras, es lo que conduce a Rusia a Moldavia; más aún desde que Rumanía y Bulgaria se unieron a la alianza transatlántica y, posteriormente, a la Unión Europea. Es a partir de este momento cuando la maquinaria comunitaria aterriza en Chisinau con la promesa de tratados comerciales y la posibilidad de la flexibilización e incluso eliminación de visas a ciudadanos moldavos en territorio europeo. Bruselas busca con misiones como EUBAM fortalecer los lazos políticos y económicos con las repúblicas post-soviéticas. El Kremlin respondió a estas iniciativas declarando abiertamente que su posición respecto a Transnistria depende de la neutralidad de Moldavia. La eventual adhesión de Moldavia a la OTAN crearía un precedente de alto riesgo para los planes de Moscú en la región y abriría el camino a Ucrania, que juega un papel crucial en el espacio postsoviético.
En este impasse Tiráspol sigue mirando a un Kremlin desquiciado con el pasado y Chisinau a una Bruselas falta de ambición y voluntad política. El tiempo parece pasar en todos lados menos en este rincón de Europa. Y la esperanza, al igual que el tiempo, parece haberse olvidado del billete de vuelta.
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