Rusia y Turquía lideran una guerra en Libia por el control de una potencia petrolera estratégica en la que organizan a milicianos y contratan a mercenarios extranjeros para combatir por sus interesesMatar por dinero lejos de casa - Foto: STRINGER
Ayman tenía apenas 17 años cuando la guerra se asomó por primera vez a su ventana y tuvo que coger su primer fusil, obligado por la dictadura de los Al Asad en Siria. Hijo de una familia obrera en la ciudad de As Suwayda, el reclutamiento forzoso destruyó sus esperanzas de graduarse y aspirar a un trabajo mejor que la paleta que manejaba su padre.
Diez años después, ese futuro aún pasa por el fusil, aunque ahora lejos de su ensangrentada tierra: el pasado febrero se sumó a los cerca de 15.000 sirios que ahora combaten entre ellos en Libia, reclutados por los dos bandos en conflicto: Rusia y sus aliados apoyan al mariscal Jalifa Hafter, tutor del Ejecutivo no reconocido en el este del país, mientras que Turquía es el pilar que sustenta al Gobierno impuesto en 2016 por la ONU en Trípoli.
El enfrentamiento fratricida estalló en Libia en 2015, tras el fallido proceso de paz impulsado por Naciones Unidas, y se recrudeció en abril de 2019, fecha en la que Hafter puso cerco a la capital, cuyo Ejecutivo comparte con poderosas milicias de inspiración salafista. Desde entonces, la contienda emanada de la revuelta que en 2011 acabó con la dictadura de Muamar el Gadafi ha devenido en un conflicto multinacional, el primero totalmente privatizado del presente siglo, carente de Ejércitos, que libran milicias locales y Compañías Privadas de Seguridad Militar (PSMC) extranjeras de diversas nacionales atraídas por el negocio multimillonario que representa.
A parte de la riqueza petrolera, los jugosos contratos para la reconstrucción futura y la relevante posición estrategia que Libia tiene en el Mediterráneo central son el aliciente para rusos y turcos. Además, sus arenas se han convertido en un campo perfecto para probar nuevas armas, como sistemas antiaéreos portátiles de fabricación china FN-6 o lanzaderas de misiles antitanque guiados por calor y mirilla nunca vistos en otras guerras.
Desde Moscú
Los reclutamientos comenzaron en diciembre a través de organizaciones afines al Gobierno y el primer grupo llegó a Libia en enero. El alistamiento fue gestionado por Shibli al Shaer, miembro destacado del Partido Al Shabab, en coordinación con Wagner Group, una empresa de mercenarios propiedad del oligarca ruso Yevgeny Prigozhin, amigo íntimo de Vladimir Putin, que se ganó el reconocimiento del Kremlin en la guerra de Ucrania.
La firma ofrece un contrato con un sueldo de 1.000 dólares al mes si el destino es vigilar los oleoductos, y de 1.500 si es una unidad de combate, además de primas de 4.500 dólares si el alistado resulta herido y de 10.000 a su familia si fallece. «Si tenemos en cuenta que las milicias pagan unos 90 dólares al mes, sin otras compensaciones, por luchar en Libia, entenderán que es una oferta difícil de rechazar. Sobre todo si no ves otros horizontes», explica un agente de Inteligencia europeo en Libia.
Una vez firmado el documento, los voluntarios como Ayman son trasladados a una base militar en Homs, donde reciben entrenamiento básico, antes de ser transportados al este de Libia desde Latakia, en la costa del Mediterráneo.
«Muchas familias no saben nada de los contratos, ni siquiera que sus hijos o maridos se han marchado a Siria. Un día alguien les comunica que ha muerto y les da algo de dinero, nada más», denuncia ese agente, que quiere mantener el anonimato.
Eso sí, es mucho menos de la mitad de lo que los soldados rusos cobran por el mismo trabajo en Siria y Libia, que cobran unos 4.000 dólares al mes y sus familias pueden recibir hasta 40.000 por su muerte. Es, por tanto, un buen negocio para el Kremlin si se considera que, además de reducir el gasto que supone movilizar a su propio Ejército, garantiza su influencia en los conflictos y elude tanto el deterioro político que causa el regreso de los ataúdes como la rendición de cuentas frente a los eventuales abusos.
La vía otomana
A los combatientes proturcos las propuestas comenzaron a llegarles también en diciembre de 2019, tanto en el interior de Siria como en las embarradas calles del campo de refugiados levantado junto a la ciudad otomana de Gaziantep.
Según fuentes del opositor Ejército Nacional Sirio, la oferta incluía contrato de nueve meses, con un salario mensual de 2.000 dólares y primas por herida y deceso similares a las ofrecidas por las compañías rusas a sus «enemigos» sirios en el sur.
Entre los primeros en responder, veteranos de la División Hamza, que ya habían combatido junto a las tropas otomanas en el Kurdistán sirio. Introducidos en Turquía a través del paso militar de Hawar Kilis, unidades de los servicios de Inteligencia turcos (MIT) les proporcionaron fusiles de asalto M16 y uniformes en una base próxima a Gaziantep, en la que recibieron entrenamiento antes de partir al nuevo frente.
«Los turcos llegan en vuelos regulares a Trípoli y a Misrata, tienen unos documentos especiales y entran por una puerta distinta en el aeropuerto, sin quede nada registrado», explica un traductor libio que ha trabajado con ellas. «De ahí, según sea su contrato y su formación, son enviados a un lugar a otro. Muchos están al mando de antiaéreos de 14 y 25 milímetros que disparan contra los drones y aviones de Emiratos Árabes Unidos que apoyan a Haftar», señala.
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