martes, 1 de septiembre de 2015

Un siglo de experimentos militares secretos con humanos

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Como estos voluntarios para un ensayo con aerosoles de 1956, otros 21.000 participaron en el programa de guerra química y bacteriológica británico. / IMPERIAL WAR MUSEUMS


A finales de 1964, durante unas maniobras en los alrededores de Porton, en el condado de Wiltshire (Reino Unido) y no muy lejos de las piedras de Stonehenge, 16 comandos de la marina real británica empezaron a comportarse de forma extraña. Al segundo día de los ejercicios, mientras unos soldados salían a campo abierto, exponiéndose al fuego enemigo, otros alimentaban pájaros imaginarios y algunos correteaban por las colinas o se subían a los árboles a hacer el mono. Hubo incluso quien empezó a apuntar a sus compañeros con su arma. El informe secreto de aquel día recoge que "el grupo se desorganizó, cayendo en la indisciplina y eran incapaces de cumplir cualquier orden". Su comandante, dio la unidad por perdida. Lo que no sabían ni él ni sus hombres es que les habían dado 75 microgramos de LSD.

La historia puede parecer hilarante vista desde el presente, incluso el sueño inconfeso de un pacifista. Pero es solo uno de los miles de experimentos que los militares británicos y estadounidenses hicieron con humanos dentro de sus programas de investigación para laguerra química y bacteriológica. Desde la creación del complejo ultrasecreto de Porton Down, en la I Guerra Mundial, más de 20.000 personas participaron en miles de ensayos con gas mostaza, fosgeno, sarín y otros agentes nerviosos, ántrax, Yersinia pestis (la bacteria de la peste), mescalina, ácido lisérgico y otras drogas.

Aunque las cobayas humanas, casi todos soldados y ningún oficial, eran voluntarios, ninguno sabía realmente a qué se exponía. El historiador Ulf Schmidt, director del Centro de Historia de la Medicina de la Universidad de Kent, cuenta la historia de los veteranos portonianos en el libro Secret Science: A Century of Poison Warfare and Human Experiments (Ciencia Secreta: Un siglo de guerra de venenos y experimentos humanos, Oxford University Press). La obra relata la particular ética de la estrecha colaboración entre científicos y militares para lograr sustancias cada vez más letales. Aunque se centra en Porton Down y su homólogo estadounidense, Edgewood Arsenal, levantado por el Chemical Corps del ejército de EEUU en 1916, también guarda algo para los alemanes.

De hecho, fueron los germanos los que iniciaron esta infamante relación entre ciencia y guerra. A las cinco de la tarde del 22 de abril de 1915, en las trincheras de Ypres (Bélgica), el ejército alemán liberó 160 toneladas de cloro presurizado a lo largo de seis kilómetros del frente y el viento llevó la nube tóxica hasta las posiciones de franceses y canadienses. Aunque los alemanes no supieron sacar tajada estratégica del terror provocado al otro lado, aquel día fue el "el doloroso recordatorio de que la moderna guerra química había comenzado", escribe Schmidt. El padre de la criatura fue el genial químico Fritz Haber, tan genial que recibió el Nobel de Química solo tres años después.


Más de 20.ooo soldados participaron en pruebas del programa de guerra química y bacteriológica británico

Al día siguiente del ataque alemán, sir John French, comandante en jefe de la fuerza expedicionaria aliada pidió a Londres que hicieran todo lo posible para contar con ese tipo de armas. En septiembre, los británicos ya tenían su propia versión de cloro, que usaron ese mismo mes en el frente de Loos con resultados desastrosos. El viento cambió y centenares de sus propios hombres fueron envenenados. Se iniciaba entonces una alocada carrera de armamentos, primero químicos, y después también bacteriológicos y farmacológicos. 

Porton Down fue el corazón del programa de armas químicas y bacteriológicas del Reino Unido. En sus 2.500 hectáreas de terreno se levantaron laboratorios para una pléyade de fisiólogos, patólogos, meteorólogos... venidos de las mejores universidades británicas como Oxford, Cambridge o el University College de Londres. Se llamaba así mismo los cognoscenti, la casta privilegiada que conocía los secretos de la guerra química británica. Al principio, ensayaban las sustancias con ratones, gatos, perros, caballos o monos. Les hicieron de todo, los gaseaban, les echaban polvo de cristal en la cara o concentrado de pimienta de cayena, buscando nuevos agentes químicos.

Pero ya en 1917, tras un ataque alemán con el nuevo gas mostaza, crearon un laboratorio específico para experimentos con humanos. El objetivo era comprender los efectos de los agentes químicos en los órganos y tejidos humanos y, muchas veces, no se podían extrapolar los resultados en los ensayos con los animales. El laboratorio lo dirigía por entonces, el fisiólogo Joseph Barcroft, que había dejado a un lado las enseñanzas pacifistas de sus padres, unos cuáqueros norirlandeses.


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